lunes, 19 de noviembre de 2012

La vida de los otros


La caída del muro de Berlín dejó al descubierto el verdadero rostro de la vida en el socialismo real, un estado omnipresente que buscaba conocerlo todo de sus ciudadanos para salvaguardar la utopía. A pesar de la abundante información y testimonios que han mostrado al mundo lo que significaba el día a día bajo un régimen comunista, es sorprendente que dicha ideología siga siendo admirada y defendida hoy en día.

En el año 2006, el director Florian Henckel von Donnersmarck regaló al mundo una verdadera obra de arte, “La vida de los otros”. Su película recibió el aplauso unánime de crítica y público, y de este modo cosechó multitud de premios alrededor del mundo, llegando a su momento álgido al alzarse con el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Como ya hemos comentado, nos resulta gratamente sorprendente que el cine alemán haya sido capaz de aproximarse y mostrar hechos vergonzosos de su pasado sabiendo mantener una distancia adecuada para no caer en partidismo alguno y reflejar la verdad.

“La vida de los otros” nos lleva a la República Democrática Alemana (su nombre ya era un insulto a la verdad) durante el año 1984, fecha que no nos parece fortuita, ya que da título a la obra más conocida de George Orwell; la cual narra la vida en un estado totalitario. El capitán Gerd Wiesler (Ulrich Muhe) es un oficial de la Stasi (policía secreta de la RDA) con una hoja de servicios que refleja fielmente su grado de compromiso con la lucha por la salvaguarda del socialismo real. Es un hombre frío y metódico, que no da espacios al sentimiento ni a la duda cuando de defender la RDA se trata, es alguien que ha entregado su vida por completo a la defensa y preservación del comunismo.

Wiesler es un ser solitario, algo imprescindible para que cualquier sistema totalitario persista, sin amigos ni amores, su vida se construye por y para el Estado que es quien al mismo tiempo le otorga su dignidad. De hecho él es el encargado de formar a los jóvenes aspirantes a agentes de la Stasi, es el arquetipo del siervo del Estado. Vuelve a ser recurrente y claro aquí el cariz teológico de la estructura estatal totalitaria. Bajo una ideología con pretensión totalizante el Estado es el nuevo dios que lo verá, gobernará y dispondrá todo para que los hombres puedan vivir. La ciencia y el progreso serán sus brazos ejecutores mediante sus agentes y funcionarios.

Sin embargo, la vida del capitán Gerd Wiesler cambiará drásticamente cuando se le asigne espiar al escritor Georg Dreyman (Sebastien Koch) y a su novia, la popular actriz Christa-Maria Sieland (Martina Gedek). Georg como la mayoría de sus amigos intelectuales no cree en el régimen, pero está bajo el yugo de un poder omnipresente que es capaz de quitarle sus dos pasiones: la escritura de obras de teatro y a su mujer. Análogo miedo está enraizado en Christa-Maria, que se acuesta con el ministro coaccionada por el miedo a perder su carrera artística, su vocación.



Tal y como ha hecho siempre, Wiesler se dedica con ahínco a la misión que le ha sido encomendada. Para ello llena de micrófonos todo el apartamento de Dreyman y se instala en el piso superior para escuchar diariamente la vida de esta pareja en busca de pruebas que demuestren su traición al Estado. He aquí una de las características fundamentales de la ideología: no importa la persona, sino la idea, el poder; de modo que todo debe confeccionarse para el control, y así todo el mundo está bajo sospecha. El ciudadano ya no es persona, ya no es un individuo único e inigualable, es una cosa más, algo objetivado por el poder estatal con el fin de disponer de él, de ordenarlo, de coaccionarlo, para que nada salga del marco del ideal absoluto. La libertad no es la condición para la felicidad y cumplimiento del hombre en tanto que capacidad de adhesión a aquello que cumple su vida, sino que deviene una libertad negativa, de opción dentro del muestrario preconfeccionado por el poder: se puede elegir lo que el poder diga que se puede elegir, lo demás no existe, o no debe existir. Como ya dijo Orwell “todo lo que no es obligatorio está prohibido”.

Con todo, a medida que Wiesler se introduce más en la vida de Dreyman y su novia, su forma de ver y tratar todo lo que le rodea va cambiando. El contacto con la belleza y una vida verdadera despierta en Wiesler la nostalgia por algo que llene su vida, ya que se da cuenta que el comunismo no puede dar respuesta a lo que él es ni a lo que su corazón desea. Vemos un ejemplo claro en un momento de la película en el que tras escuchar cómo Dreyman y su novia mantienen relaciones sexuales, al volver a casa Wiesler solicita los servicios de una prostituta, en un intento torpe de tener un poco de aquella vida que ha visto. De hecho se da cuenta que sólo el sexo no le es suficiente y le pide a la prostituta que se quede un rato más con él. Su respuesta es que otro día reserve más tiempo ya que tiene que atender a otros clientes del estado. Es lo que tienen los sucedáneos, que nunca son como el original.



El contacto con la belleza se hace evidente en escenas como en la que Wiesler escucha ensimismado a Georg tocar una pieza para piano de la que el mismo Lenin dijo que si la seguía escuchando no podría continuar con la revolución. La belleza, como una gotera, va horadando la roca que tiene Weisler a modo de coraza frente a lo real. En la misma línea, uno de los momentos claves de la película es cuando Wiesler rompe su “código de conducta” y en el bar se atreve a acercarse a Christa para decirle que no debe irse con el ministro. Ella le responde que es un “buen hombre”, y son estas, probablemente, las palabras más amorosas, más gratuitas, más humanas, que ha tenido en lustros. Esta conmoción obra el cambio en este personaje, la experiencia le despierta otra vez.

De hecho, siguiendo con un desarrollo también muy actual del poder, el elemento sexual se encuentra presente en las “citas” que mantienen Christa-Maria y el ministro para la satisfacción del apetito sexual de éste. Bajo la coacción del poderoso, se doblega la voluntad personal al servicio de los instintos, diríase que más bajos. No obstante, no dejan de ser llamativos dos aspectos: el primero es que incluso detentando el poder uno no albergue relaciones humanas verdaderas, es decir, que ni perteneciendo a la élite que gobierna el supuesto ideal, uno logre saciar su propia existencia. La inercia del poder cuando no está al servicio de la realidad, esto es, al bien y a la comunidad, se pervierte con fines propios siempre erróneos en tanto que parciales.

La segunda es el objeto mismo del deseo, que es precisamente la relación sexuada con otro. Esto lleva a entender que la originalidad del ser humano reside en la apertura al otro, en la relación amorosa con lo otro, lo distinto a sí mismo –entiéndase la realidad entera y por consiguiente, los demás, distintos de mí–. Nótese pues la flagrante paradoja en el modo que tiene ese mismo poder de ordenar la polis: mediante el individualismo y la soledad, sustituyendo lo real por lo preconcebido. Destacamos también que la acción se desarrolla en medio de un entorno uniformado en todos los niveles, siendo el arquitectónico un ejemplo claro: bloques de viviendas iguales unos a otros, construidos no para albergar vida sino para cumplir las mínimas funciones fisiológicas que necesita un ser humano, dormir y comer.



La vida queda reducida así a lo pragmático, a la inmanencia de la acción, cercenando cualquier vínculo más alto, cualquier cosa que indique un “algo más” siguiendo la dinámica del propio deseo humano. El apartamento de Wiesler es un canto a la soledad más absoluta, paredes vacías, pocos muebles y un televisor frente al que nuestro personaje cena –una referencia constante a cómo la reducción del individuo a sí mismo se consigue mediante el poder y la tecnología, es decir, todo lo que evita y sustituye, mal que bien la alteridad, la relación con el otro–. Todo está pensado para que nada despierte en él sentimiento alguno; pero como dijo Dostoievski: “la belleza salvará al mundo”. Así, en medio de este paisaje donde lo humano ha intentado ser desterrado, gracias a su carácter irreductible, es decir infinito, la vida se abrirá camino igual que una planta que crece en un muro de piedra cuando encuentra la mínima posibilidad para existir.

De esta manera Wiesler dejará de reportar las acciones delictivas de Dreyman, siguiendo al inicio una intuición, diríase casi que una curiosidad, como la del niño que descubre algo correspondiente, que sin embargo le han dicho que está prohibido, pero que contempla y a lo que se acerca con cautela. Esa primera intuición evolucionará a certeza mediante la confrontación de su propia experiencia. El espectáculo de vida, de goce, de libertad del que es espectador le relanzará a la pregunta sobre su propia vida, le permitirá entrever la mentira y la reducción de sí mismo que había aceptado de antemano, casi sin concebirlo, bajo el ideal del poder y le hará renacer.


No deja de ser significativo cómo se rebela en primera instancia, arreglándoselas para que Dreyman vea lo que hace su novia, como aquel que se rebela en contra de la mentira, de lo falso, que espera de las cosas una consistencia y una profundidad. Es en este momento donde será testigo de algo más grande que su concepto de justicia, y es el perdón que Dreyman da a su novia tras darse cuenta de su infidelidad. Salvará al artista y a sus amigos, será repudiado y rebajado por ello, pero si bien su vida parece igual de monótona y aburrida, él ya es otro, su mirada es distinta, ya ha visto algo más a lo que no renunciará por cualquier ideal menor. Del mismo modo en que Christa-Maria ha sido perdonada, Wiesler desea poder recibir ese abrazo redentor que le haga recuperar la conciencia de que todo su mal puede ser sanado con un segundo de amor sincero y desinteresado.

No obstante, el trágico desenlace parece augurar lo peor. Dreyman y su novia son apresados, el poder vence, Christa-Maria renuncia al amor por su propio ideal, su carrera profesional, e incapaz de soportar la culpa se suicida –no hace falta pertenecer a un estado totalitario para reducir lo humano, evidentemente–. Wiesler salvará in extremis al dramaturgo, pero éste, incapaz de superar la muerte y traición de su amada permanecerá gris, incapaz de volver a escribir. Entonces acontece lo inesperado. Dreyman descubre que siempre fue espiado, pero que con una misericordia inmerecida –no conoce a Wiesler– y gratuita, no fue delatado. El bucle de lo imposible sigue su recorrido: Dreyman salvó a Wiesler y éste lo salvó a él. Dreyman volverá a escribir, dejando plasmado en el arte, un recuerdo eterno, más allá de lo mensurable: “Sonata para un hombre bueno”.

El final de la película la redondea, viéndose cómo sólo a partir de la gratuidad y la afectividad entre las personas, es posible entablar relaciones justas, vidas cumplidas, sociedades orientadas al bien común, donde cada cual pueda vivir y buscar la felicidad. Fueron renaceres como éstos, corazones que no se redujeron, ideales desenmascarados, los que tiraron abajo el muro. No sólo el que dividía la ciudad, sino ese muro, más peligroso aún por imperceptible, que es el que  separa  a las personas y las aleja de poder gustar la verdadera vida.

                                                                                                                                  Alberto Ribes

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